[Publicada en La Nación el 29 de mayo de 2011]
Algún día, en la historia de la cultura costarricense, se le conferirá a la publicidad el lugar que se merece: no solo porque es un espejo fiel o distorsionado de nuestra realidad, sino por la capacidad que tienen los publicistas para construir, obstruir o, mejor aún (más cool), deconstruir la identidad.
A principios del siglo XX, la literatura vernácula y la generación nacionalista de pintores, tal como lo hace ahora la publicidad, nos proporcionó una visión identitaria idealizada que persiste 100 años más tarde en la colectividad. Hablo del zoncho, el concho, el chunche (el que designa todo, no a Mauricio Montero), de las montañas del Valle Central, de la casa de adobe con El portón rojo (célebre pintura de Teodorico Quirós), imagen de Costa Rica bosquejada por Constantino Láscaris.
En este sentido, el impacto de la publicidad es de gran envergadura, dada su naturaleza polidiscursiva; en ella se manejan los planos expresivos del lenguaje verbal, audiovisual, gestual, gráfico, que le permiten calar con mayor profundidad persuasiva en un número más alto de personas.
Tal vez un buen ejemplo, lo sean las expresiones provenientes de la creatividad publicitaria, las cuales permean el lenguaje popular e, incluso, ubican a las personas por décadas, simplemente por las que usa o conoce cada quien.
Los que vivieron los setenta usan frases como “es mucha galleta” (Pozuelo), “pa’ que no le falte ”(Irex), “con toda la pata” (Detergente Prim), “póngase las pilas ”(Ray-o-vac), “comiste y bebiste Demetrio” (Sal Andrews) o “como una uva” (Gillette). En los ochenta: “¡Peluquín!” (Irex), “más barato ni en San Gil”, “estar en todas” (Teens), “le aplicaron la Sthil” de Farmagro, “me puedo mover” (Stop Jeans), “la forrada protege” (botas Miura) y “tómese su lechita” (Dos Pinos). En los noventa: “se le jue el bu beté” (La Nación), “compre en Palí, ¡zaaaa!”; “para ganar hay que jugar” (JPS); “no lo maneje, maltrátelo” (Toyota), “las quiero todas” (KamLung), “papi tiene hambre mi amor” (Zar) y, finalmente, o “Tonka o nada” (les quedo debiendo una lista completa de los aportes que varios amigos me hicieron en Facebook).
Durante los primeros 10 años de este siglo, no abundan los casos o padezco lo mismo de Leonard Shelby, de Memento: no los recuerdo. Entre los más recientes: “Jué” (Rock ICE), “¡Obvio!” (Banco Popular) y el popularísimo “¡Tome chichí!”, que me motivó a escribir este comentario. A diferencia de las décadas previas, el proceso de adopción se mueve en dirección contraria: las empresas, las marcas, la publicidad se apropian del lenguaje popular y lo amplifican.
La campaña ¡Tome chichí!, creada para El Verdugo por el equipo de Tribu DDB, tiene un sinnúmero de aciertos, comenzando por la caracterización de personajes; encontramos: la protoempleada de telenovela, de una belleza típica de estas protagonistas. El Sr. y la Sra. Paganini, viejos millonarios encopetados, copias de Thurston Howell III y la Sra. Howell en la serie La isla de Gilligan, pero que son unos chapas usando nuevas tecnologías. El característico mayordomo londinense con guantes de seda blancos y frac negro. El vendedor igualado de matas a la vera del camino. La condesa mediterránea. El copero mechudo con el choteo a flor de labios: “Hace frío, ¿verdad?”, le pregunta al mayordomo.
También son un acierto, los escenarios cargados de pequeños detalles: la foto del perrito en la mesa lateral, la lira en el extremo del cuarto, el gato echado en los regazos, el Mercedes negro, las botas y el traje de equitación y el carrito de copos adornado con cedés. Al igual que un lenguaje verbal cargado de costarriqueñismos: présteme un tirito, di, la pulseamos, permítame primo, me extraña, mi guila. De igual manera –coherente–, se maneja el lenguaje no verbal de buena parte de los protagonistas, incluso hasta los grafismos contrastantes del nombre de la serie Los Paganini en contraposición a ¡Tome chichí!, que me recuerda los rótulos pintados en los alrededores del Mercado Central, que cada vez vemos con menos frecuencia.
Entre los aspectos técnicos, debo señalar que aún no ha sido posible construir un lenguaje audiovisual que distinga lo costarricense, con excepción de algunos anuncios televisivos de los directores Víctor Vega o Marcos Blanco. Ni se diga en la producción cinematográfica que apenas gatea.
En términos de estrategia, se ha construido un concepto que puede agotarse –a la mitad de la temporada– una vez que repasen los objetos de mayor demanda de los hogares. A menos que, claro está, los creativos hagan su trabajo para redactar nuevas situaciones. Lo complicado será mantener la sorpresa.
Con respecto a su vínculo con el público meta, no hay ninguna duda ni tampoco sobre la creatividad. Sin embargo, a aspectos como reason why, el tono de la comunicación, la promesa o beneficio y otros, no me voy a referir. Tampoco voy a elucubrar sobre aspectos sociológicos. ni entraré en berenjenales semióticos, ni de cualquier otra índole (para esas discusiones existen los comentarios en la edición web).
De los resultados en las cajas registradoras y en los créditos concedidos, no puedo decir absolutamente nada. No dispongo de información. Lo cierto es que la saga, que llegó a su tercer comercial con “Los Paganini de vacaciones en la playa”, sugiere el éxito comercial de la campaña, pero, ante todo, es una alerta para los creativos. Es perentorio aproximarse a los aspectos esenciales del costarricense, de su identidad.
¡Lléguenle! Qué no les de miedo mostrarnos en la pantalla las fidelidades o distorsiones que tenemos en nuestro propio vivir. Como dije en las primeras líneas de este comentario, algún día se le dará a la publicidad el lugar que merece en la cultura nacional. A los detractores les decimos: ¡Tome chichí!
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